TODOS ERAN MIS HIJOSAUTOR: Arthur Miller
VERSIÓN Y DIRECCIÓN: Claudio Tolcachir
ESCENOGRAFÍA Y VESTUARIO: Elisa Sanz
ILUMINACIÓN: Juan Gómez Cornejo
AYUDANTE DE DIRECCIÓN: Mónica Zavala
PRODUCCIÓN Y DISTRIBUCIÓN: Producciones Teatrales Contemporáneas
REPARTO: Carlos Hipólito, Gloria Muñoz, Fran Perea, Manuela Velasco, Jorge Bosch, Alberto Castrillo-Ferrer, María Isasi, Nicolás Vega, Ainhoa Santamaría.
AFORO: Lleno
DURACIÓN: 1h 40 min, sin descanso
LUGAR: Teatro Zorrilla, Valladolid, 10 de diciembre de 20010, 20:30.
El martes de esa semana, por casualidad, decidí releer El tragaluz de Antonio Buero Vallejo. A este se le había acusado de “plagio” a Arthur Miller. El viernes fui al Zorrilla de Valladolid (qué cuco, oye) para ver Todos eran mis hijos. Las similitudes entre los momentos históricos que ambos vivieron en sus países, así como sus respuestas comprometidas y humanas son innegables, al igual que entre las dos obras. También en lo que se refiere a la “carpintería dramática”. Y es que ambos, en su estilo realista, son unos fantásticos carpinteros.
Lo mejor de montar una obra magníficamente escrita es que el director sepa leerla y la descodifique en el escenario de manera no solo efectiva, sino brillante. Claudio Tolcachir lo hizo. Aprovechó sus posibilidades al máximo y, lo que es más admirable, advirtió sus posibles trampas y esquivó la facilidad del melodramatismo hilando fino con toques de humor, además. Supo esconder lo que podía haber sido evidente en la historia y dejó que el espectador desconfiara aunque no estuviera seguro, por lo que lo enganchó. Sin embargo, sus virtudes no se quedan ahí. La dirección de actores es impecable: los pasos dificilísimos de un estado a otro rápidamente se producen con toda la naturalidad del mundo, sin quedar forzados.
La exquisita cadencia de ritmo de escena se produce armónicamente, orquestada desde dentro por Carlos Hipólito, secundado por Gloria Muñoz, dos grandes actores que sintonizan perfectamente, trabajan en conjunto siempre a favor de obra y logran excepcionalmente ser normales en escena. Él, además de ser terriblemente inteligente en escena y talentoso, le da intensidad y verdad a todo lo que toca por lo que es lógico que siempre en sus espectáculos se le coloque el cartel de “No hay entradas”. Escucha, recibe, hace que la obra brille, que sus compañeros brillen y todo esto sin que se note demasiado lo bueno que es. Debe ser un compañero de escena generoso, de esos de los que puedes aprender. Ella, con esa voz que me gusta tanto, le da un toque de delicadeza y sensibilidad perfectamente adecuada y medida al personaje, sin caer en la ñoñería, que maneja realmente los hilos de la obra, también sin que se note demasiado. Parece que sus pies se enraizan en el escenario como si este fuera la madre tierra y ella una ramificación humana de ella. Es maternal, transmite, inflexiona: una señora.
El resto del elenco dio respuesta mucho más que dignamente. Fran Perea, aunque al principio parecía que no estaba entonado, dio el do de pecho al final de la obra, cuando esta exigía dramatismo. Manuela Velasco estuvo en su punto en todo momento: encantadora, dulce, dio frescura a la obra y supo pasar a un lugar secundario para escuchar y apoyar. Jorge Bosch fue el contrapunto rítmico necesario, el detonante que se necesitaba para el drama.
Y la obra terminó. Bravo. La escena final estaba tan bien montada e interpretada que cuando salió una de las actrices a saludar el público no había reaccionado todavía y hasta que no se inclinó, este no comenzó a aplaudir (estos pucelanos son más secos aplaudiendo que los charros, que ya es decir). Nosotras, entusiasmadas, dimos un respingo para aplaudir a rabiales, conteniendo las lágrimas, temblando. ¡Bravo! Ella tiró un beso hacia donde estábamos. Seguimos pensando que era para nosotras. Más bravo.
Qué laureles. Y con razón.
Lo mejor de montar una obra magníficamente escrita es que el director sepa leerla y la descodifique en el escenario de manera no solo efectiva, sino brillante. Claudio Tolcachir lo hizo. Aprovechó sus posibilidades al máximo y, lo que es más admirable, advirtió sus posibles trampas y esquivó la facilidad del melodramatismo hilando fino con toques de humor, además. Supo esconder lo que podía haber sido evidente en la historia y dejó que el espectador desconfiara aunque no estuviera seguro, por lo que lo enganchó. Sin embargo, sus virtudes no se quedan ahí. La dirección de actores es impecable: los pasos dificilísimos de un estado a otro rápidamente se producen con toda la naturalidad del mundo, sin quedar forzados.
La exquisita cadencia de ritmo de escena se produce armónicamente, orquestada desde dentro por Carlos Hipólito, secundado por Gloria Muñoz, dos grandes actores que sintonizan perfectamente, trabajan en conjunto siempre a favor de obra y logran excepcionalmente ser normales en escena. Él, además de ser terriblemente inteligente en escena y talentoso, le da intensidad y verdad a todo lo que toca por lo que es lógico que siempre en sus espectáculos se le coloque el cartel de “No hay entradas”. Escucha, recibe, hace que la obra brille, que sus compañeros brillen y todo esto sin que se note demasiado lo bueno que es. Debe ser un compañero de escena generoso, de esos de los que puedes aprender. Ella, con esa voz que me gusta tanto, le da un toque de delicadeza y sensibilidad perfectamente adecuada y medida al personaje, sin caer en la ñoñería, que maneja realmente los hilos de la obra, también sin que se note demasiado. Parece que sus pies se enraizan en el escenario como si este fuera la madre tierra y ella una ramificación humana de ella. Es maternal, transmite, inflexiona: una señora.
El resto del elenco dio respuesta mucho más que dignamente. Fran Perea, aunque al principio parecía que no estaba entonado, dio el do de pecho al final de la obra, cuando esta exigía dramatismo. Manuela Velasco estuvo en su punto en todo momento: encantadora, dulce, dio frescura a la obra y supo pasar a un lugar secundario para escuchar y apoyar. Jorge Bosch fue el contrapunto rítmico necesario, el detonante que se necesitaba para el drama.
Y la obra terminó. Bravo. La escena final estaba tan bien montada e interpretada que cuando salió una de las actrices a saludar el público no había reaccionado todavía y hasta que no se inclinó, este no comenzó a aplaudir (estos pucelanos son más secos aplaudiendo que los charros, que ya es decir). Nosotras, entusiasmadas, dimos un respingo para aplaudir a rabiales, conteniendo las lágrimas, temblando. ¡Bravo! Ella tiró un beso hacia donde estábamos. Seguimos pensando que era para nosotras. Más bravo.
Qué laureles. Y con razón.